Actitud en la oración


NUESTRA ACTITUD EN LA ORACIÓN (SALMODIA) (RB 19)

 

Creemos que Dios está presente en todas partes y que “los ojos del Señor en todo lugar miran a buenos y malos”; pero esto debemos creerlo sobre todo, sin la menor vacilación, cuando estamos en el oficio divino. Así se expresa San Benito en su Regla. Sin duda que esto nos recuerda al primer grado de humildad por el que se inicia el camino de conversión, cuando se nos invita a vivir y sabernos siempre en “presencia de”: Así, pues, el primer grado de humildad consiste en mantener siempre ante los ojos el temor de Dios… Piense el hombre que Dios le está mirando siempre, a todas horas, desde el cielo, y que en todo lugar sus acciones están presentes a la mirada de la divinidad” (RB 7, 10. 13).

 

Sabernos o no sabernos en presencia de alguien condiciona nuestro actuar y nos hace tomar conciencia de lo que hacemos. Sabernos en presencia de Dios, es algo que no sólo nos ayuda a vivir en la verdad y salir de nuestro pequeño ego, sino que es el mayor estímulo que nos debe mantener atentos en la oración, haciendo de ella algo vivo y no meramente mecánico, algo con alma y no sólo con sonoridad, algo que implica nuestra mente y nuestro corazón y no sólo nuestra boca. Más allá de lo que sintamos. Más allá de la fluidez o flojera de nuestros pensamientos. Lo importante es adentrarnos silenciosamente en nuestro propio centro sabiéndonos en presencia de Dios. Aunque no sintamos, aunque nada se nos ocurra, nuestro espíritu conoce el Espíritu de Dios y nos va modelando interiormente sin que veamos unos resultados inmediatos, como el agricultor que saliendo todos los días al campo no aprecia el crecimiento de las espigas. De ahí la importancia de “estar” en su presencia y sabernos en su presencia. ¡Por supuesto que siempre estamos en su presencia!, pues Dios lo abarca todo, pero hay formas distintas de estar. Los que se aman buscan estar realmente en la presencia del otro, no conformándose con el recuerdo.

 

Y para ello no sólo tenemos que estar con la mente, sino también con el cuerpo, con nuestro tiempo, con nuestro dejar de hacer para dejarnos hacer. Es lo que Jesús nos pide en el sermón de la montaña: cuando ores prepárate un lugar y un tiempo, entra en tu cuarto, en lo más profundo de ti mismo, y cierra las puertas de tus muchos quehaceres y de tus sentidos, pues Dios está en lo secreto y ahí nos enseña e ilumina el camino.

 

San Benito desea que vivamos siempre en la creencia de esa presencia de Dios, pero de forma especial en la oración. Una oración personal que él une estrechamente con la oración sálmica. No hay compartimentos, sino unidad. En el monacato antiguo se entremezclaba más la oración coral y la silenciosa, dejando tiempos de silencio después de lecturas y salmos para poder interiorizar lo leído. Creer no es ver. A veces nos resulta difícil creer que Dios pueda estar presente en ciertas situaciones de la vida, o personales, o en los relatos bíblicos que se nos proclaman. Quizá porque tenemos una determinada idea de Dios preconcebida o muy condicionada por nuestra experiencia vital y nuestras propias lagunas, que nos dificulta abrirnos con actitud de aprendiz que tiene delante un maestro eminente, pero que usa un lenguaje que no siempre me agrada. El espíritu de Dios aletea en todo lo humano para que sea más humano según Dios, no para justificarlo.

 

Dios está presente en toda nuestra vida, como contemplando todos nuestros actos. Pero no se trata de un vigilante o curiosón, sino de la presencia propia del que ama, para el que la presencia y el recuerdo del amado siempre lo acompañan. Dios está ahí y nosotros somos invitados a tomar conciencia de ello y aceptar también estar ahí. Esa fe en la presencia de Dios en la oración es algo que debiéramos prolongar a lo largo del día con la memoria Dei, el recuerdo de Dios tan propio de la vida monástica. Quien vive en esa presencia alcanza a dar sentido a toda su existencia, al mismo tiempo que encuentra fuerzas para afrontar las mayores dificultades, e incluso las injusticias, acogiendo pacíficamente todo lo que se le presenta, disfrutando de lo bueno sin apegarse a ello y sobrellevando con paciencia lo molesto sin desesperarse por ello. A fin de cuentas lo verdaderamente importante es esa “presencia” que da sentido a todo.

 

Las cosas, los acontecimientos, nuestros éxitos y fracasos, nuestros placeres o dolores siempre serán algo añadido, algo que nos rodea pero que no somos nosotros, por muy cercano que esté a nosotros. Todo eso termina desapareciendo. Lo que perdura, lo que no muere, lo que verdaderamente nos sostiene, es lo que se debate en lo más profundo de nuestro interior, y eso tiene mucho que ver con la presencia en la que vivamos, que es como decir con la relación en la que nos encontremos dentro de nosotros. Es una forma de vivir lo más esencial del hombre y de Dios: el amor, eso que nunca muere porque es de naturaleza espiritual. Quien no ama carece de otra presencia más allá de su propio yo al que adora, que termina siendo aburrido, obsesivo, reivindicativo y un verdadero tirano que nos aísla, nos encierra en nosotros mismos, llegando a envolvernos en la tristeza del egoísta, que por no querer entregar su vida muriendo a sí mismo, se va dejando morir malamente.

 

Y no solamente vivimos en presencia de Dios, sino que vivimos bajo su mirada, y sabemos que su mirada es siempre una mirada de amor, tanto a los pecadores como a los justos, y que esta mirada es una llamada a la fe y a la conversión. De esta convicción Benito saca tres conclusiones: a) hay que servir al Señor con temor, es decir con reverencia filial; b) hay que salmodiar sabiamente, (pues no somos molinos de oración, sino seres dotados de inteligencia,) y c) es necesario que, cuando nos reunimos en la iglesia terrestre, seamos conscientes de que formamos uno con la iglesia que se encuentra en los cielos.

 

"Salmodiemos de tal modo que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca" (v.7)

 

En el fondo de nuestro corazón expresamos constantemente a Dios nuestros propios sentimientos, sean de alegría, de tristeza, de entusiasmo, de temor, de audacia o de miedo.

 

Estoy convencido que si vivimos en esa presencia de Dios, si trabajamos porque sea una realidad en nuestras vidas, pondremos todo nuestro empeño en hacer el oficio divino con dignidad y así podremos ofrecer algo muy valioso a los hombres de hoy, algo que intuirán como una riqueza para sus propias vidas, pues nuestra cultura se caracteriza en buena parte por su fragmentación y necesita modelos de unidad y caminos que ayuden a encontrar el propio centro que todo lo armoniza y sostiene en los vaivenes de la vida. Vivir en Dios y desde Dios, en esa presencia y relación existencial, nos ayuda y capacita para una relación con los hermanos, con el mundo y consigo mismo de manera más positiva y enriquecedora.

 

"Salmodiemos de tal modo que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca"

 

San Benito se abstiene de toda prescripción concreta. Solo al final, en la última línea pone una regla de Oro, para algunos comentaristas, de puro contenido espiritual: "salmodiemos de tal modo que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca" (v.7)

 

Es una hermosa frase que el autor de la Regla sabe troquelar a la perfección y situarla en el justo lugar. Contiene toda una espiritualidad del Oficio divino.

 

Si es cierto, y lo es en grado superlativo, de que estamos en la presencia de Dios y le tributamos en compañía de los ángeles el culto que se le debe, oremos de verdad prestando atención a las palabras santas del salmo o de las otras escrituras divinas que oímos o pronunciamos, apropiándonoslas. Que nuestro pensamiento y nuestro corazón concuerde con lo que dicen nuestros labios.

 

Cierto que no es una doctrina exclusiva de San Benito. Se trata de una expresión "trivial", ha escrito A. de Vogüe. El Maestro no tiene esta frase aunque desarrolla con prolijidad la misma idea. En la Regla de San Agustín se dice: "medite el corazón lo que pronuncian los labios".

 

La doctrina es excelente y desborda autenticidad y sensatez. "Haz lo que haces" decían los antiguos.

 

Si cantamos salmos, apropiémonos su contenido. La claridad y concisión con que está formulado, su situación en el texto, como broche de oro con que se cierra el capítulo, produce un gran impacto.

 

En su brevedad, la fórmula tiene tanto peso, si no más que todo el discurso de la RM.

 

Lo que llama más la atención al comparar el texto de la RB con la RM es la ausencia de anotaciones y prescripciones sobre la actitud exterior. El Maestro habla de la vista, de la gravedad exterior, la debida disciplina, estar con el cuerpo inmóvil, la cabeza inclinada y de cantar con moderación. Ninguna de estas prescripciones se encuentra en la RB. Esta se contenta con exhortar a actos espirituales: "creer, recordar, considerar", dejando al lector sacar de ahí sus conclusiones prácticas.

 

Hay que tener en cuanta que San Benito da en otros lugares de su Regla, normas más concretas. Aquí, más que escribir de nuevo estas actitudes, las sugiere discretamente al proponer los motivos de fe y los fundamentos bíblicos. San Benito condensa en cinco palabras, las veinticinco

 

líneas que el Maestro utiliza para describir esta actitud. Y tiene tanto peso si no más que esa detallada descripción del Maestro.

 

Esta fuerza le viene, no solo de su brevedad y su colocación estratégica al final de capítulo, sino también por haberla guardado hasta este momento. Contiene las citas bíblicas pero sin prescripción concreta.

 

En la RM, la consideración sobre la atención se hace a través de un desarrollo peculiar, precedida y seguida de otras recomendaciones, mientras que la RB da una singular importancia a la atención, de modo que es la única recomendación precisa y la conclusión de todo el capítulo.

 

El contraste entre las dos Reglas aquí como en otros capítulos, es que Benito prefiere los consejos espirituales a las determinaciones concretas.

 

Su trabajo de abreviar esfuma voluntariamente las precisiones y normas que el Maestro se complace en resaltar, prefiriendo resaltar los aspectos interiores de la observancia.

 

LA ACTITUD EN LA ORACIÓN (RB19-20)

 

La actitud orante según Benito. En estos dos capítulos muy bellos describe Benito, de forma concisa la actitud que el monje debe mantener durante la oración común.

 

El capítulo 19 comienza con una afirmación aparentemente muy sencilla, pero fundamentalmente teológica y espiritual para toda oración: la afirmación de la omnipresencia de Dios. Dios trasciende todos los límites de tiempo y lugar. Está presente en todo y siempre. No tenemos que ‘ponernos en su presencia., pues estamos siempre en ella, por el hecho de que nos creó y nos conserva en la existencia. Solo necesitamos sencillamente hacer brillar al nivel de nuestra conciencia la seguridad y la certeza de esta presencia.

 

Y no solamente vivimos en presencia de Dios, sino que vivimos bajo su mirada, y sabemos que su mirada es siempre una mirada de amor, tanto a los pecadores como a los justos, y que esta mirada es una llamada a la fe y a la conversión. De esta convicción Benito saca tres conclusiones: a) hay que servir al Señor con temor, es decir con reverencia filial; b) hay que salmodiar sabiamente, (pues no somos molinos de oración, sino seres dotados de inteligencia,) y c) es necesario que, cuando nos reunimos en la iglesia terrestre, estemos conscientes de que formamos uno con la iglesia que se encuentra en los cielos.

 

Esta fe en la esencia de Dios que expresamos cuando nos reunimos para orar es importante no solamente para nosotros, sino para el mundo del que formamos parte aunque lo hayamos abandonado. Todas las grandes culturas conocidas por la historia han tenido una dimensión religiosa. El ateísmo teórico es un fenómeno propio de nuestra época y, visto en el contexto global de la historia de las civilizaciones, constituye un pequeño paréntesis sin gran importancia. El escritor André Glucksann en un libro reciente que tiene por título “La tercera muerte de Dios” (nil editions, Paris, Paris, 2000) describe el fenómeno actual del ateísmo práctico de Europa occidental. Por una vez, lo coloca en una visión global de la historia de la humanidad. Y este fenómeno aparece como un accidente pasajero sobre todo a causa de su ingenuidad… En el medio en que vivimos, condiciona en este momento, profundamente la vida de la Iglesia y de las comunidades que la constituyen, comenzando por la reducción del número de vocaciones.

 

En este contexto, es más importante que nunca, pues a través de nuestra oración comunitaria y publica, cualquiera que sea su valor artístico (y aún si falta este valor artístico), nosotros continuamos expresando bien visiblemente nuestra fe en la presencia de Dios en este mundo que cree haberlo matado y al que Él mira siempre con una mirada de amor.

 

Benito termina este capituló 19 con una recomendación un tanto sorprendente. Ateniéndonos a lo que dice: que, en nuestra oración, debemos utilizar formulas que correspondan a lo que tenemos en nuestro corazón. En realidad dice todo lo contrario “Al salmodiar estemos de forma que nuestro espíritu este acorde con lo que dice nuestra voz.” (… mens nostra concorde voci nostræ). La oración litúrgica tradicional es radicalmente diferente de la de ciertos grupos mas recientes de oración donde cada uno da libertad a la expresión de sus sentimientos personales… El monje que intenta hacer de toda su vida una oración, en el fondo de su corazón expresa constantemente a Dios sus propios sentimientos, sean de alegría, de tristeza, de entusiasmo, de temor, de audacia o de miedo. Cuando se reúne para una oración común con sus hermanos, se incorpora a una escucha de una oración “objetiva” que expresa la actitud de fe no solamente de la Iglesia de hoy, sino de una larga tradición de creyentes en la que los salmistas del Antiguo Testamento tienen una misión importante. Se deja formar por esta larga sucesión de testigos; deja que sus palabras formen su espíritu en una actitud de confianza, de arrepentimiento, de suplica y de alabanza.

 

El capítulo 20 último de esta serie, insiste en la sobriedad que debe tener la oración: “ésta no es escuchada por la abundancia de palabras sino por la pureza de corazón y las lágrimas de compunción”. Por ello, “la oración debe ser breve y pura”, salvo si se prolonga, tocados por la inspiración de la gracia divina. A primera vista, podría pensarse que se trata aquí de un apéndice que trata de la oración privada fuera del Oficio Divino, después de haber tratado de la oración común, pero no es así. Benito habla aquí del momento de oración (silenciosa o vocal) que sigue a cada salmo. En efecto, los salmos eran considerados como una lectio. Se los “escuchaba”, aún cuando los recitara uno solo. El alma y el espíritu fecundados por esa escucha, consagraba un momento después de cada salmo para “orar”, es decir, para expresar su oración, sus sentimientos. Benito quiere que esta oración sea breve. Cada uno es libre de continuarla en privado.

 

Nuestra oración será escuchada, no a causa de sus muchas palabras, sino por que esta marcada por la pureza de corazón, es decir, la sencillez, la rectitud de corazón y las lágrimas de la compunción.

 

Esta enseñanza de Benito sobre la oración común está profundamente enraizada en el Evangelio, que quiere no solamente para los monjes, sino para todos los cristianos. Su sabiduría hubiera podido evitar muchas desviaciones y dificultades a grupos de oración de los últimos decenios. Como siempre, no sé que es más de admirar en la exposición de Benito: la profundidad de la doctrina, o la sobriedad en la exposición.