El 21 de marzo del año 1098, 21 hermanos provenientes de la abadía de Molesmes se establecieron en Cîteaux. El deseo de estos monjes, que llegaban a lo que pronto se llamaría Nuevo Monasterio, era buscar a Dios. Buscar a Dios en un lugar más desértico, en pobreza; independientes de los nobles o poderosos; con una mayor fidelidad a la Regla de san Benito. Roberto, Alberico y Esteban fueron los fundadores de Cister y sus tres primeros abades. Los comienzos no fueron fáciles, la dureza de su vida desanimaba a más de uno. En 1112 entra en Cister san Bernardo. A partir de este momento las fundaciones se suceden y en muy poco tiempo Europa se ve poblada de monasterios cistercienses.
El año 1125 san Esteban funda un monasterio de monjas de observancia cisterciense: Tart. El rigor de la observancia hacia pensar a algunos que las mujeres no podrían con este estilo de vida tan dura. Los que así pensaron, se equivocaron.
Ya en el siglo XVII en la abadía de la Trapa, su abad Rancé comienza un movimiento de reforma que tiene como objetivo el retornar al fervor primitivo de Cister. Varios monasterios emprenden reformas semejantes, en 1892 por invitación expresa de la Santa Sede estas diferentes reformas se unen. Dan lugar a la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia, conocida también como la Trapa.
Hoy la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (Trapa) está extendida en todo el mundo. En España hay 9 monasterios de monjas y 10 de monjes.
En el siglo III algunos hombres y mujeres dejaron cuanto tenían y se retiraron al desierto. Nace, aunque ellos no fueran conscientes de ello, el monacato cristiano. El monacato no es un fenómeno exclusivo del cristianismo, en todas las grandes religiones como en los movimientos filosóficos han existido monjes, hombres y mujeres que concentran toda su existencia para lograr el encuentro con el Trascendente y la unificación interior; para ello se retiran y adoptan un tipo de vida austera. Este anhelo de unidad y trascendencia está inscrito en lo profundo de todo ser humano; todos, monjes o no, intentamos dar cauce a este caudal de vida que llevamos dentro.
El cristianismo da un contenido nuevo al monacato: el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. San Antonio en el siglo III escuchó una Palabra: “Ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y después ven y sígueme” (Mt 19,21). Así hizo. Y se retiró al desierto. En la desnudez del desierto el ser humano se encuentra inexorablemente consigo mismo, con la realidad de lo que es y no con lo que querría ser; es el lugar de la tentación, de la prueba, donde caen las falsas imágenes de Dios y donde se da el encuentro con el Dios vivo y verdadero. “¿Quieres conocer a Dios? Conócete a ti mismo” afirmaba Evagrio Póntico, monje del s. IV. Padres y Madres del desierto fueron profundos conocedores del corazón humano y de Dios que habita en él. Vivieron sólo para Dios y encontraron su vida llena de sentido, se retiraron al desierto y se sintieron en plena comunión con todos los hombres. Pronto, hasta estos monjes y monjas, se fueron acercando personas que querían conocer a Dios y/o necesitaban una palabra de vida. En los comienzos el monacato fue eremítico, es decir, cada monje vivía solo.
La vida monástica en comunidad, cenobítica, surge a comienzos del siglo IV. Se considera a san Pacomio como el padre y fundador del monacato cenobítico. María, su hermana, también abrazó la vida monástica y fundó el primer monasterio de monjas.
En el año 480 nace en Nursia (Italia) san Benito. La situación socio-política es convulsa; a nivel religioso también es difícil. Teniendo esta realidad como telón de fondo, san Benito funda el Monasterio de Montecasino y escribe una Regla orientada a un fin: “no anteponer absolutamente nada al amor de Cristo” (RB 72,11). El monacato benedictino se extendió por todo lo que hoy llamamos Europa y contribuyó al desarrollo espiritual, cultural y laboral de sus habitantes. San Benito es considerado el padre del monacato occidental.
En el año 1098 nace en Francia dentro del tronco de la familia benedictina la orden cisterciense.